La primera cita
¿Quien no conserva intacto, en algún desván del alma, el
ingenuo recuerdo de la primera cita?
Si alguien me hubiese dicho
que mi hermana Lucila habría de serme algún día tan útil como un salvavidas en
una terrible emergencia, hubiera reído. Porque Lucila constituyó siempre para
mí una inagotable fuente de molesta y fastidio.
Como no teníamos más hermanos
ni hermanas mamá esperaba que fuésemos buenos compañeros, pretensión que no es
más que una de las tantas ideas raras que suelen tener los padres. No
discrepábamos mucho mientras éramos bebés. Pero muy pronto nuestros gustos
difirieron notablemente: Yo quería jugar a la pelota, ella con muñeca. Allí
empezaron las tribulaciones.
— Ahora seas bueno con tu
hermanita. — Decía mamá llevándonos al jardín — Eres el mayor, de modo que
debes cuidarla.
Me hacía gracia aquello. Lucila
tenía marcada tendencia a tirarme del cabello, y su puntería para arrojar
pelota era increíble. Podía darme un puntapié en un ojo si se le antojaba,
pero, claro, como ella, ¡pobrecita!, era una niña yo no podía devolver.
Por otra parte, cuando entré
en la escuela comencé a jugar con otros chicos después de la clase. Y,
dondequiera que iba, allí estaba Lucila pegada a mis talones.
Muy pronto alcancé la edad en
que un muchacho prefiere que su hermana no le siga el rastro como un sabueso.
— ¿No puedes hacer algo para
que no me persiga como mi sombra?, mamá… — Preguntaba yo — ¿Por qué no se queda
en su casa como todas las niñas?
Mi madre es un encanto su cara
es de esas que gusta a uno ver cuando le ocurre algo malo. Sus ojos son azules,
pero a veces adquieren una expresión helada. Y en ese día la adquirieron.
— Lucila desea ir contigo,
Joe. No quiero que hables así de ella. Se porta bien cuando está contigo. ¿Verdad?
— Bueno. Supongo que sí. Lo
que quiero decir es que… que a los muchachos no nos gusta tener una chica que
nos fastidie mientras jugamos un partido.
— No sé que daño pude vos
hacer ella vos mirando jugar.
Y, naturalmente, cuando salí
de casa, venía Lucila tras de mi. Me detuve y la miré. entonces no era más que
una criatura, de negro cabello peinado con trencita y grandes ojos oscuros de
solemne mirar, que parecían ocuparle toda la cara.
— ¿Por qué no te quedas en
casa con mamá? Podría ser que te golpeáramos con la pelota. Podrías caer y
lastimar las rodillas.
— No quiero quedar en casa.
— Si te quedares ahora en
casa, en esta noche te enseñaré un juego.
— No quiero.
¿Que hacer con una criatura
así? Bien, al parecer eso no era bastante malo porque después fue peor. Quiero
decir, cuando comenzó aquel asunto de las fiestas.
Me sentí feliz cuando Lucila
empezó a salir con otras muchachas. Supuse que todo marcharía bien, que dejaría
de ser mi suplicio.
Pero cuando cumplí los
dieciséis (Lucila tenía casi quince) ¿que creed que me ocurrió? ¡Casi nada!
Lucila pretendió que la llevara a las fiestas y bailes infantiles que
organizaban las amigas de mi madre.
— ¿A quien puede gustar ir a
fiestas semejantes? ¡Cosas de criatura!
Que me ahorquen si hasta papá
no se puso en contra de mí en esa vez. Por lo general veía las cosas desde mi
mismo punto de vista.
— Forma parte de tus deberes
llevar Lucila a las fiestas, hasta que sea un poco mayor. — Dijo sonriendo,
pero inflexible.
Mas protestas fueron
estériles. Supuse que, de todos modos, después de haberla llevado a las
fiestas, podría dejarla con las otras muchachas, en tanto que nosotros, los
amigos, nos reuniríamos en un rincón para dedicarnos al nuestro. ¡Nada de eso!
Lucila se adhirió a mí como una lapa. Lo que es más, pretendía que bailara con
ella, y encima, que pidiese a otros muchachos que también lo hicieran.
Una vez traté de hacerla
entrar en razón. Íbamos camino de una de esas interminables fiestas de sábado
en la noche, que ofrecían en turnos todas las madres y a las que debíamos
concurrir todos los niños.
Lucila crecía tan aprisa que
estaba delgada como un alfiler. Además, tenía el cabello bastante lacio. Desde
luego era mi hermana y yo la quería, pero me resultaba forzoso admitir que no
era precisamente una belleza. Como Elsa Barnes, por ejemplo.
— Mires, Lucila. ¿Que te
parece si después que hayamos bailado un rato te sentares a charlar con alguna
de tus amiguitas?
Lucila me lanzó una rápida
mirada.
— Pero, Joe. A las muchachas
que se sientan no les solicitan baile.
— Bueno, volveré después de un
rato para ver que tal te va.
— ¿No podrías… No podrías
arreglar de modo que alguno de los muchachos bailara conmigo?
— Bien… No es tan fácil. —
Traté de hacer entender amablemente — No es como si tu fueras… decorativa.
Quiero decir que no eres una de esas muchachas tan atrayentes como Elsa, por
ejemplo.
Lucila, no muy feliz, asintió.
— Lo se. Elsa creció mas
aprisa que yo. Pero de todos modos… de todos modos… — Su voz empezó a temblar,
y yo repuse rápidamente.
— Está bien, está bien. Veré
lo que puedo hacer.
Me sonrió de un modo que me
hizo preguntarme si no sería más bonita de lo que yo creía. Pero la miré
nuevamente y comprendí que no estaba equivocado. No era más que mi hermanita
flaca y desgarbada. Es curioso ese asunto del crecimiento rápido. Lucila era
alta, pero aun parecía una chiquilla. Y Elsa, que estaba en la misma clase…
Bueno, parecía mucho mayor que Lucila.
No obstante, traté de
conseguirle pareja. ¡Buen trabajo me costó! Rogué un poco, soborné otro tanto,
y peleé bastante. Pero le conseguí suficientes compañeros para dejar, a mi,
tiempo libre.
Pero eso no era peor. Ya sabed
lo raro que son las muchachas: Siempre esperan que uno se porte en la fiesta
como un dechado de caballerosidad y buena crianza.
Debía ayudarle a poner y sacar
el abrigo como si no lo pusiera e sacara solita todos los días en casa. Y tenía
que darle el brazo al subir y bajar las escaleras, cual si fuese una vieja que
pudiera romperse una pierna. Otra de mis obligaciones era cargar con su polvera
en el bolsillo. ¡Y una vez se abrió la condenada y me llenó de polvos rosados!
Cuando se servía el refresco, tenía que ir y traerle emparedado y limonada. Y
así, infinidad de cosa. Eso, claro, me rebelaba, pero cuando me desgañitaba en
casa, protestando, hasta papá se ponía de parte de Lucila.
— Debes aprender todas esas
cosas. Algún día te servirá, Joe. Por ejemplo: Cuando tengas cita con una
muchacha.
— ¿Quién, yo? Jamás tendré
cita con muchacha.
— Bueno. Tal vez, dentro de un
año o dos cambies de idea. Mientras tanto harás lo que Lucila te indicar.
Debo hacer constar que con el
correr del tiempo resultó cierta una de las profecías de mi padre. Quiero decir
que empecé a observar a prudente distancia, claro está, a las muchachas. Admito
que cambié de opinión con respecto a algunas de ellas. Y llegué a pensar que
casi no me importaría conseguir una y otra cita. Pero… ¿Cómo empezar?
Descubrí que existían dos
clases de conversaciones a sostener con las muchachas. La primera, cuando se
hablaba con muchacha como Lucila. Uno decía: ¡Hola!, y hablaba de algún examen o
de lo ocurrido en la última clase o en la última reunión de estudiantes, y
cosas en ese estilo. Pero la otra clase de conversación…, bueno, eso ya era más
complicado y sutil. Por ejemplo: Cuando una muchacha decía: Anoche te vi
en centro y ni siquiera me saludaste, uno hubiese creído que la respuesta más adecuada sería:
Pues no te vi. Eso dije yo, y ¡qué impresión causó! Mala, por supuesto. En otra ocasión oí
el mismo reproche dirigido a otro individuo. Y él lanzó una de esas respuestas
complicadas y sutiles. Dijo: Oyas, dulzura: No podría dejar de te ver. Ni
en la oscuridad. Y ella rió con una risa especial, como si creyese que él era maravilloso. Y
se fueron caminando juntos. ¿Comprended lo que quiero decir?
En esa clase de conversación
que uno no puede aprender en un abrir y cerrar de ojo. Y no es fácil acercarse
a una muchacha y pedirle una cita. Supongamos que ser ría de uno… Supongamos
que no y que lo oye alguno de los amigos…
La mayoría de los muchachos de
mi grupo tampoco habían andado por ahí citándose con muchachas y nos
vigilábamos mutuamente para ver como se arreglaban unos y otros. Por supuesto,
algunos hablaban como si estuviesen muy al tanto de los procedimientos, y el
conseguir una cita fuera tan fácil como arrollar una alfombra. Sin embargo
ninguno de nosotros había roto aun el hielo.
Tom Williams, en cierta
ocasión en que estábamos solos, me habló francamente. Es pelirrojo y para él no
existían las mujeres, hasta que de pronto, al igual que yo, comenzó a notar su
presencia.
— Oigas, Joe. — Me dijo en una
tarde — ¿Qué te parece esto? Tu arreglas una cita con una muchacha y luego le
dices que traiga una amiga para mí.
— ¿Ah, si. Y como haré todo
eso?
— Una doble cita es más fácil
de conseguir. ¿No te parece?
— Creo que es peor porque
tienes que pedir a dos muchachas en vez de una. ¿Por que no las consigues tú?
Seguimos discutiendo, sin
llegar a acuerdo. En fin empezamos a mencionar nombres.
— Si quisieras salir con
cualquier muchacha de esta ciudad, Joe, ¿a cual elegirías?
— Pues, pues, veamos… — Como
si la idea nunca hubiese atravesado mi mente — Bien, Elsa es bastante linda…
Tom movió la cabeza.
— Sí, claro que sí. Pero es
muy popular. Quiero decir que a ella debe gustar salir con muchachos expertos.
— Tal vez. Tal vez. Y tú, ¿A
quien elegirías?
Llevé una sorpresa mayúscula
cuando miré a Tom. Estaba rojo. Se metió las manos en los bolsillos y, sin
mirarme, gruñó:
— Bien…, este…, Lucila.
— ¿Quien? — Repetí atónito — ¿Lucila.
Te refieres a mi hermana Lucila?
— ¿Por qué no. Qué crees? —
Preguntó Tom, siempre sin mirarme.
— Nada. — Contesté
apresuradamente — Nada, en absoluto. Sólo que…, quiero decir, no imaginé.
Bueno, sabes que uno apenas se fija en su hermana y no la ve como muchacha.
Además es una chiquilla…
— Ochos meses menor que yo. ¿Te
has fijado en ella últimamente?
— No en ese sentido.
Y entonces recordé que uno o
dos de los muchachos había dicho algo sobre Lucila últimamente, aunque no
presté atención. Recordé también que cuando Stew Bailey vino a verme unas
noches antes, se quedó largo rato charlando con Lucila. Al parecer, mi hermana
debía estar creciendo sin que yo lo notara. Al fin de cuenta Tom era mi mejor
amigo, de modo que debía ayudarle.
— ¿Quieres salir con Lucila?
Veré lo que puedo hacer por ti.
— ¡Magnífico!
Cuando llegué a casa a cenar,
observé a Lucila atentamente. Aseguro que algo debía haberle ocurrido de
pronto, o tal vez de modo tan gradual que yo ni lo noté. Ya no estaba delgada…
Ni tenía el cabello tirante. Estaba diferente.
— Oigas, Lucila. — Empecé.
Se acercó a mí. ¡Cielos. Si
hasta caminaba de otro modo!
— ¿Qué quieres? — Me preguntó
sonriendo levemente.
— ¿Conoces a Tom?
— Naturalmente. ¿No te parece
que viene aquí bastante a menudo?
Como aquello no parecía andar
muy bien, ataqué desde otro ángulo.
— Tom es un buen muchacho.
Sabe jugar beisbol como nadie. Y entre todos es el que puede aguantar mas
tiempo bajo el agua.
— ¿De veras? — Preguntó Lucila
cortésmente.
Supuse que no estaba diciendo
lo más adecuado y me pregunté, intrigado, de qué diablos hablarían las
muchachas cuando les gustaba un individuo.
— Bien… Pues… ¿Sabes?, Lucila.
Pues Tom…
y no pude seguir.
— ¿Qué te ocurre?, Joe.
Y yo, tirando a fundo,
propuse:
— ¿Quieres salir con él?
Mi hermana ni parpadeó.
— Que me lo pregunte él mismo.
Y volvió a la cocina.
No parecía ser de mucha ayuda
para Tom. Pero una cosa saqué en claro de mi conversación con Lucila: Que yo
mismo tenía que abordar a Elsa, sin recurrir a intermediario ni confiar en el
azar. Por cierto que no me conducía a alguna parte el mirarla desde la acera de
enfrente.
Conque la primera vez que me
crucé con Elsa, decidí hablarle de la cuestión. No era fácil porque con su
aspecto, con su cabello de oro y su piel de terciopelo… no parecía pertenecer
al mismo mundo que el resto de los mortales.
— Hola, Elsa.
— Hola, Joe.
Después me sonrió echándose
hacia atrás el cabello. Y la acera pareció ondular bajo mis pies.
— Pasaba de casualidad. Nada
más que de casualidad.
— ¿Sí?
Tenía un perfume que me
producía vértigos. Pero, ¿qué importaba?
— ¡Oh. Estoy agotada! Los
sábados son siempre terribles, ¿verdad? Anoche fui a bailar, en esta mañana
estuve en compra con mamá y ahora tengo que lavar mi cabeza porqué en esta
noche iré al cine.
Me pregunté por qué tendría
que lavar la cabeza para ir al cine, pero preferí no averiguar.
— Sí que andas ocupada, muy
ocupada, Elsa.
— Ahora debo ir al centro. ¿Vas
hasta allá?
— No, voy a casa.
Porque, como había pasado la
tarde entera tratando de encontrarme con ella, no había cortado el césped del
jardín. Y era necesario que lo hiciese antes que lo viera papá.
— Elsa. ¿No podríamos salir
juntos un día?
— ¡Oh, Joe! — Murmuró
mirándome.
— ¿Bien. Qué me dices?
Movió otra vez la cabeza y el
cabello cayó sobre la cara, de modo que no pude ver los ojos.
— Quizá. Alguna vez.
Y saludándome con la mano, se
alejó calle abajo.
Yo, en el colmo de la
felicidad, emprendí un regreso a casa. Pero, a cada paso disminuía mi
felicidad. Y al llegar me sentía muy desdichado.
Al fin de cuenta ¿había
conseguido una cita con Elsa? Ella sólo dijo:
— Quizá. Alguna vez.
Pero: ¿Qué significaba eso? No
estaba más ni menos que como al principio. ¿Cómo, diablos, se empezaría a tener
cita con mujer?
Fue entonces que pensé en
primera vez que Lucila podría darme algunas indicaciones al respecto. Después
de todo ella era una muchacha y debía saber algo.
Conque después de la cena me
ofrecí a secar los platos. Mi padre me miró sobresaltado. Mamá muy complacida y
Lucila como si comprendiera que yo llevaba doble intención. Pero sequé los
platos. Pregunté frotando un plato con el paño de cocina.
— Lucila, ¿hay alguna regla
fija para pedir cita a una muchacha?
— ¿Qué quieres decir?
— Verás. Pregunté a Elsa si
quería salir conmigo algún día y me dijo: Quizá. Alguna vez. Qué te parece?
Lucila se volvió a mí
apoyándose en el fregadero y me explicó con gran seriedad:
— Bien, para empezar… Tienes
que pedirle que salga contigo alguna noche determinada. Dile, por ejemplo: ¿Quieres
venir al cine en el viernes? Así ella ya sabrá qué noche quieres salir y adónde la vas
llevar.
— ¡Oh! Entonces ¿ella me
contestará que sí?
Lucila movió la cabeza
mirándome con el ceño fruncido, muy preocupada.
— No té dirá que sí, a menos
que le guste, Joe. Hay una manera especial de empezar esos asuntos.
— ¿Cómo? — Inquirí intrigado.
— Tienes que halagarla.
— ¿Eh?
— Conversación romántica. ¿Sabes?
Como en las películas. Tienes que decirle cosas bonitas.
— ¿Yo?
— Claro. ¿No te parece
hermosa?, Joe.
— Por supuesto. ¿A quien no?
— Entonces digas a ella.
— ¿Acaso no lo puede ver al
mirarse al espejo. Por qué tengo que decirle cosas archisabidas para conseguir
que venga al cine?
Lucila suspiró.
— Si quieres tener citas con
la muchacha más linda de la clase has de ganar con tu esfuerzo. Dile que tiene
los ojos más hermosos del mundo. Que su cabello es como los rayos del Sol. Que
cuando ríe es como si oyera música celestial.
— ¡Diablos!
Eso fue todo lo que pude decir
porque mamá entró en la cocina y Lucila y yo nos dedicamos a lavar y secar
plato. Pero cuando terminé esa tarea tenía muchas cosas en qué pensar. Tal vez
Lucila estaba cierta. Nada perdería con probar.
Fue en el jardín de Elsa donde
tuve ocasión de hablar la próxima vez con ella. Pasaba frente a su casa y al vi
regando flor.
— Este…, tengo algo a decirte,
Elsa. — Empecé acercándome.
— ¿Sí? — Dijo sonriendo.
Y cuando sonrió empezó a
ondular el piso de la acera tal como lo había hecho la última vez que le
hablara.
Me invitó a entrar y se
reclinó sobre el césped. Cuando una muchacha mira a uno así, alzando los ojos
desde un nivel inferior a uno, es muy distinto de cuando mira desde el mismo
nivel.
De pronto perdí toda noción de
lo que tenía que decir a Elsa, y en el interior de mi cabeza se formó un vacío
completo. Frenético, al verla mirándome y aguardando, traté de recordar
desesperadamente algunas de las cosas que me había enseñado Lucila.
Elsa, ¿sabes qué parece tu
cabello?
— ¿Qué? — Preguntó con voz
suave y tranquila, como si esperando yo decir algo más.
— Tu… tu cabello parece hecho
con rayos de Sol.
Dice y esperé el resultado.
Bueno, se sorprendería quien
hubiese visto lo que ocurrió a Elsa. Pareció iluminarse como si se encendieran
lámparas dentro de ella.
— Pero, Joe…, no sabía que
pudieras decir cosas como ésa.
Me armé de valor y así al toro
por los cuernos.
— Cuando ríes…, cuando ríes,
Elsa, es como si oyera música celestial.
— ¡Oh!, Joe. Eso es muy
hermoso.
Y al ver que todo salía bien
le espeté lo único que quedaba.
— Sabes que tienes los ojos
más lindos del mundo?
— ¿Realmente crees así?, Joe.
— Sí. Y quisieras venir
conmigo al cine en el viernes en la noche?
— Me encantaría. En realidad
puedo decir que nunca te conocí hasta hoy, Joe.
En ese momento salió al jardín
la madre de Elsa. Fue una suerte para mí porque se me había agotado el caudal
de cumplidos.
Aquel día, después de la
clase, conté todo a Tom:
— En el viernes voy con Elsa
al cine.
— ¿Estás bromeando?
— Nada de eso. Saliremos en el
viernes.
— ¡Cielos! Oigas: Has dicho
algo de mí a Lucila?
— A una muchacha como Lucila hay
que solicitar la cita personalmente. — Contesté con aires de sabihondo.
— ¿Crees que si la pido
aceptará?
Tom era mi mejor amigo y
consideré justo pasarle la información.
— Seria mejor que le hables
con un poco de romanticismo, que le digas cosas bonitas antes de pedir. Digas
lo hermosa que es y cosas así.
— ¿De veras? Muchas gracias,
Joe. Si has conseguido que Elsa accediera a salir contigo es porque conoces
bastante a las mujeres. Seguiré tu consejo.
Estaba tan contento de tener
una cita y de que Tom me admirara, y me pidiera consejo sobre Lucila, que no me
preocupé para nada de mi cita. Y fue en eso que cometí un error.
Por supuesto, pedí a mi padre
un poco de dinero extra. Y en el viernes en la noche me emperifollé mejor que
de costumbre.
Al salir di a Lucila un suave
golpecito en el hombro.
— Gracias por tu ayuda. En
esta noche saliré con Elsa.
— ¡Oh! Me alegro. ¿Ya está
todo arreglado?
— Todo.
Fui a la casa de Elsa y, como
ya estaba lista, sólo tuve que esperar un instante. Se detuvo en el vestíbulo
sosteniendo el abrigo y sonriendo. Y de pronto recordé los tiempos en que
llevaba Lucila a la fiesta. De modo que rápidamente tomé el abrigo y la ayudé a
poner.
Bueno, puesto a recordar
cosas, recordé también que ayudaba a Lucila a bajar la escalera y muchos otros
detalles. Elsa me entregó su polvera y, en vez de decirle: ¿Y que hago
con esto?, la
eché al bolsillo sin hablar. Recordé también cuando tomaba Lucila del brazo
para cruzar la calle, de manera que todo marchó perfectamente, salvo una cosa.
Ignoraba lo que se conversa en una cita.
Creo que anduvimos toda una
cuadra sin pronunciar una sola palabra.
Cuanto más andábamos, tanto
más me apretaba el cuello de la camisa.
— ¡Qué linda noche! — Dijo
Elsa, en fin.
— Ya lo creo.
Me parece que por mucha
voluntad que se tenga el tema no se presta para más. Pero, claro, alguien tenía
que decir algo.
— Sí, si. Es una noche
preciosa.
— Preciosa.
Con lo cual volvimos
exactamente al punto de partida.
Así seguimos caminando hacia
el cine. Encontramos algunos conocidos y eso nos ayudó porque teníamos que saludarlos.
Ya era algo. Cuando nos encontramos con Steve Bailey él miró a Elsa, luego a mí
y dio un respingo. Me sentí mejor. En fin de cuenta era yo quien llevaba Elsa
al cine, aunque no supiese qué decir.
En fin llegamos al cine. Y me
tranquilicé porque uno no necesita hablar durante la proyección.
Cuando salimos fuimos a tomar
un helado.
Allí fue donde empecé a
sospechar que iba mal. Observando las parejas que nos rodeaban oí que charlaban
animadamente como si tuvieran cosas privadas y personales que decirse.
Cuanto a mi… Bueno, yo hubiese
podido hacer lo mismo con Elsa porque lo sentía. Sabía la música, pero no la
letra. Y ella me miraba de vez en cuando un poco perpleja. Había renunciado ya
a todo intento de conversación porque no sabía cómo mantenerla viva con las
cosas que ella decía. Todo iba mal. Peor. De pronto tartamudeé una excusa y me
lancé a la cabina telefónica.
— Oigas, Lucila. Me encuentro
en un apuro del que no puedo salir. — Le dice rápidamente — aquí estoy con
Elsa, mudo como una ostra porque no sé de qué hablarle. Pensarás que soy un
asno, Lucila, y no volverás a mirarme en tu vida. ¿Qué haré?
— No puedo decir por teléfono,
Joe. — Exclamó Lucila, pero su voz sonó preocupada y confidencial.
— Digas algo, al menos.
Y Lucila me dijo. En resumen:
Lo que me indicó fue que hablase a Elsa de Elsa. De todo lo referente a ella…
Por qué me gustaba, que me parecía…
— Comprendo. Pero, ¿como
explicarle el hecho de haber estado mudo toda la noche?
— Dile que la estabas
estudiando. — Replicó Lucila rápidamente — Dile que estabas muy ocupado
mirándola y pensando en ella. Valor, Joe, y buena suerte.
— Gracias, hermana.
Agradecí y regresé al lado de
Elsa.
El saber a qué atenerme me dio
más seguridad en mí mismo, de manera que hasta mi modo de sentar a la mesa y
sonreír a Elsa fueron distintos.
Crucé los brazos sobre la
mesa, me incliné hacia Elsa y murmuré suavemente. Bajé la voz hasta que no fue
más que un murmullo que sólo podía oír ella:
— Elsa, creo que no he hablado
mucho en esta noche, pero estaba demasiado ocupado pensando en ti. Esta es la
primera vez que estoy contigo a solas y me he ensimismado mirándote, pensando
en ti.
— ¿Qué has estado pensando? —
Me preguntó dulcemente.
— Tú. Eres diferente de todas
las otras muchachas. Y deseaba conocerte más de lo que deseé antes conocer
alguna. Eres distinta. Eres.
— ¡Oh!, Joe. Nadie me dijo
eso.
— Eres la más bonita. Es más…,
no eres…, no eres tonta y afectada como las demás muchachas. Eres la muchacha
más adorable del mundo.
Me dirigió una sonrisa muy
íntima y murmuró:
— Tú también me gustas, Joe.
Cuando dijo aquello me pareció
que algo estallaba en mi interior. No sé exactamente qué ocurrió después. Sólo
sé que le tomé una mano y no la solté hasta que llegamos a su casa. Allí nos
detuvimos en el pórtico. Comprendí entonces que, si bien Lucila me había
ayudado mucho, ahora todo dependía de mí. Y que necesitaba dejar bien asentada
la situación para evitar disgusto más adelante.
Empecé desesperadamente
apretando su mano.
— Elsa, no soy buen
conversador, y menos con las mujeres. Pero ahora ya sabes lo que siento por ti.
— Sí, ya lo sé, Joe.
— Quizá, si volvemos a salir
no sabré que decirte. Mas quiero verte otra vez, Elsa. ¿Te gusto o sólo las
cosas que dije?
— Me gustas tú y me encantan
las cosas que me dices. Pero ahora que lo sé no necesitas volver a decirme lo
que sientes. Podemos hablar de todo un poco.
De pronto la vi tan cerca que,
inclinándome, la besé en una mejilla.
— Elsa, hay algún otro que te
guste más que yo?
— No. Tu eres el que más me
gusta, Joe.
Me alegró. Hubiese querido
decir algo mejor, más romántico. Pero a ella pareció gustar lo mismo.
— ¿Nos veremos mañana en la
noche? — Pregunté.
— Mañana en la noche.
Y al alejarme, aun podía
sentir el roce de su mano en la mía.
En la mañana siguiente conté
todo a Lucila.
— ¡Magnífico!
— Tú lo has hecho posible,
Lucila. Tú me enseñaste. No sabes cómo te agradezco.
Lucila empezó a reír.
— ¿Has transmitido esos
consejos a tu amigo Tom?
— ¿Por qué? — Pregunté
cautelosamente.
— Vino anoche. Por el modo de
decirme cumplido supuse que le habían dado algunas lecciones.
— Lo que es bueno para una
muchacha debe ser para otra. ¿Vas salir con él?
— Sí. Tom es un buen muchacho.
— Creo que tú y yo hacemos un
buen par. — Exclamé riendo.
Y dándole un beso salí a la
calle pensando en Elsa y en lo sucedido en la noche anterior. Se me antojó que
faltaba mucho tiempo para la noche en que la volvería nuevamente. Tal vez, si
pasase ante su casa y ella saliese en ese momento…
Y de pronto comprendí que no
necesitaba pasar ante su puerta esperando verla de casualidad. Podía tocar el
timbre tranquilamente.
Así lo hice. Ella misma abrió
la puerta.
— Hola. Falta mucho tiempo
para esta noche, Elsa.
— Tenía la esperanza de que
vendrías.
Y ambos sonreímos felices.
Porque ambos sabíamos que nos pertenecíamos.
Revista La familia
#549, México, 1956
No consta el
nombre del autor
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